domingo, 25 de mayo de 2014

REFLEXIONES SOBRE EL SER Y LA ÉTICA



 
A lo largo de la historia, los seres humanos hemos buscado incansablemente respuestas para nuestra existencia, hemos deseado saber de dónde venimos, quién nos creó, como surgimos en el mundo,  por qué y para qué estamos presentes en él; hemos construido historias míticas a dichas respuestas y buscado seres superiores a nosotros que le den sentido a una vida que está enteramente traspasada por la incertidumbre; por la necesidad de sentirnos inmortales, infinitos, insufribles y trascendentes. Pero nos hemos dado cuenta (aun resistiéndonos) que estamos abocados a la fragilidad, a la finitud, necesitamos protegernos de los peligros que nos acechan, del sufrimiento que causa saberse incompleto, relativo, circunstancial; corpóreo.
La muerte de Lucrecia
Eduardo Rosales

Somos seres historizados, llegamos a un mundo que hemos heredado a partir de la gramática, del lenguaje, no como primeros seres sino como el compendio de lo que vamos siendo, incompletos en el discurso y en la acción; fracturados e insatisfechos con la herencia, intentando deshacernos de la presencia extraña que habita nuestra existencia desde el principio.

Los seres humanos nos debatimos entre dos frentes vitales el mundo y la vida, nuestra vida que es un mundo, que trasciende al mundo y está más allá de él y la vida que está en permanente deseo de transformación, una vida que no encaja y que a su vez es deseo y posibilidad insatisfecha. Nos configuramos desde las relaciones de situaciones heredadas, por eso somos pasado y aunque no podemos dejar de comenzar ya hemos comenzado (ya nos han comenzado) y nos reconfiguramos y re contextualizamos en el presente.

Nuestra finitud y corporeidad nos define como tiempo y espacio, como herencia y deseo, como tradición y como innovación, como nacimiento y muerte [1] por esto somos acción y reacción que trasciende al cuerpo pero que sin duda surgimos de él; por esto la idea metafísica de que hay algo en el mundo de orden substancial y eterno por fuera de la propia corporeidad sitúa a su vez al ser por fuera de la trascendencia, del espacio y del tiempo, en la promesa eterna y divina que no se adquiere en la vida, sino que se encuentra en el espíritu infinito de bondad.

Desde la corporeidad los seres humanos vivimos en contingencia, estamos a merced de la imprevisibilidad que nos proporcionan los acontecimientos y los sucesos, que provocan en mayor y menor grado rupturas, brechas insoldables que nos reconfiguran, después de un acontecimiento no somos los mismos, acaecemos en la transformación y nada vuelva a ser como antes. Somos una respuesta al acontecimiento en un sinfín de posibilidades que se sitúan ahí, justo en el acontecimiento, de una o de otra manera.

Los seres humanos tan humanos, hemos determinado normas y acciones que nos preparan para la amenaza de los acontecimientos, que nos dictan los comportamientos para enfrentarnos a ellos y aún para distanciarnos de ellos, para escondernos de ellos; convenciones colectivas que desdibujan la reacción a través de “ámbitos de inmunidad” o máscaras protectoras que sirven de soporte a la estabilidad del orden establecido. Una moral que obliga.

Pero los acontecimientos, extraños, impredecibles, incontrolables, nos conminan a reacciones igualmente extrañas, impredecibles e incontrolables que nos ponen frente a la acción de las contingencias y su dominio, a la respuesta humana en espacios de cordialidad, entendiendo la finitud propia y de los otros más allá de la respuesta metafísica. Una ética que hace posible el entendimiento del sufrimiento como una presencia inquietante común a todos, una reacción compasiva al dolor que nos sitúa al lado del otro, y no en los pies del otro.

La compasión descansa sobre una antropología corpórea y contingente, ambigua, sombría y doliente, puesto que los acontecimientos nos obligan a la reacción, a una nueva esfera que se inscribe en dejar de ser lo que hasta ese momento se es, para conocer otro que está en la perplejidad del sufrimiento. La ética entonces es reacción libre, del cuidado de sí mismos y de los otros, es la responsabilidad de asumirse en el espacio de la intimidad, como una libertad creadora de la historia y la gramática de los acontecimientos, la ética de la compasión es el entendimiento de la muerte, como el proceso más factible, certero, imprevisto e inesperado; la ética de la compasión encuentra sentido en la muerte, no en la propia, sino en la del prójimo, porque la muerte del otro afecta en la identidad, es un acontecimiento que me deja en falta, desprovisto, transformado.

La ética contempla al sufrimiento, porque este es parte ineludible de la vida, es el aprendizaje desde el cual se convive con la inquietud, con ese sentimiento en su posibilidad; se sufre por la experiencia de las contingencias, por el deseo, por la muerte, por el aburrimiento. La relación ética es ineludiblemente una relación de nostalgia; el sufrimiento causado por el deseo de regresar, la ética de la compasión está íntimamente ligada a la tensión entre el pasado y el presente, es una práctica reflexiva de la libertad, desde donde el ser humano se sitúa no en el deber ser, sino en la vulnerabilidad de él mismo, en la búsqueda inagotable de la felicidad.


El buen samaritano
Vincent Van Gogh
La ética de la compasión, es la ética de la situación: los seres humanos estamos en situación, estamos al límite insoportable, por esto buscamos alternativas, desesperarnos, ocultarnos, resignarnos para minimizar el dolor; para la vida humana estar en permanente tensión es un tender hacia… una metamorfosis del ser,  la ética de la compasión es una praxis del dominio de las contingencias.

El sufrimiento entonces se convierte en un permanecer en las insatisfacciones de las personas, sufrimos por amor, por miedo, por celos, por angustia, por envidia, por avaricia, por enfermedad, por el hastío. Permanecemos como un péndulo entre el dolor y el aburrimiento, entre la incompletud y el hastío. Tan pronto conocemos la felicidad, llegamos a su culmen, hemos de buscar en el sufrimiento otra incesante búsqueda. Pero la cuestión no radica en desaparecer el hastío o el sufrimiento, la cuestión está en cómo situarnos en el mundo, en cómo enfrentamos  la vida, en cómo elaboro mis propios relatos para que ellos construyan mi realidad, la ética de la compasión reconoce los límites del propio ser, no lo sublima, no lo proyecta a una metafísica del espíritu que busca su bálsamo en el brazo de Horus, la ética de la compasión no nos evita el dolor, nos pone de cara a él para que con nuestras propias herramientas y en la libertad de nuestra propia vida actuemos, vivamos y cambiemos. La ética de la compasión no se inscribe en paradigmas y estereotipo, permite, acompaña sin obligación, sin norma y con plena conciencia, la ética es el propio sentido de la vida.

 

Es mi palabra
AMA
M:.M:.


[1] Mélich, Joan-Charles, ética de la compasión, Herder editorial, 2010,  p 23

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